Cuando cada cosa volvió a su lugar.
Erase una vez una niña que amaba la navidad. Compró desde siempre la idea que la Navidad era la época más bonita del año. Pensaba –desde siempre- en adornar cada detalle de su casa; ponía luces, esferas, adornos, con tanta ilusión de hacer nuevamente esta renovación interior cada año, pues lo que se veía por fuera, era lo que pasaba dentro de ella. Lo hacia cada año. Conciencia para sacar lo no servía más y dejar espacio para lo nuevo y lo limpio y lo que estaba por llegar.
Cada año conforme fue creciendo y dejó que este espíritu puro se lo fuera empañando el mundo exterior, y poco a poco lo que se veía afuera no era más lo que pasaba dentro de ella, ya no hacia resonancia más. Pues siempre caía en la trampa que caemos la mayoría al crecer. Había cosas que se disfrazaban de ser más importantes, de ser mejores, de tener mayor trascendencia y esa voz nata se fue difuminando y confundiendo con el ruido exterior. Esta niña se convirtió en mujer. Jamás soltó los adornos, ni las luces, ni los detalles de adornar, ni tampoco de hacer sentir mejor a los demás. Pero lo que si paso es que dejo de escuchar su voz. También dejo de disfrutar lo que significaba y aunque las luces brillaban ella no podía ver lo que alumbraban.
Un día agotada de este sentimiento que a muchos marea pero pocos son consientes del famoso “deber ser”, decidió dejar todo a un lado y volver encontrar ese espíritu que ella sabia que existía; pues algún día lo vivió, pero hace muchos años había pasado a un vago recuerdo de infancia.
Y fue cuando se hizo chiquita, cuando quitó el sonido, lo que la perturbaba, el ego de todos de demostrar que era cada quien, lo de afuera y el ruido, cuando quitó los nombres y las fechas. Cuando cruzó miradas sin prisa con los niños. Cuando se sentó en su sillón dejó que el perro se subiera al sofá y sin miedo a que se ensuciara y recargara su cabeza en sus piernas. Cuando dejó de preocuparse por calorías y pidió un chocolate caliente con malvaviscos en una taza que parecía no tener fondo. Cuando apagó el celular y prendió la tele con su serie favorita dispuesta a perder el tiempo y para ganarse a ella. Cuando los regalos no se envolvieron se envolvió ella de ella misma. Cuando los villancicos se cambiaron por su música favorita aunque no fuera de la época. Cuando decidió llamar por teléfono por horas a un amigo al que extrañaba y recordó los mismos chistes una vez más.
Cuando se sentó en el piso con un álbum de fotos de infancia y hojeando una por una se dio cuenta que ese famoso espíritu navideño nunca se había ido, pues no se trata de una época, si no de un estado de redescubrir donde empiezas a ser tú.
Esa nueva versión de ella con lo aprendido, con lo olvidado, con lo lastimado, con lo vivido, con tangible, con lo que todavía es idea, con lo que tuvo que perdonar, con el valor que tuvo para frenar y no permitir ni un paso mas, con lo que ya se fue, con lo que quiso, con lo que todavía quiere, con lo que querrá para toda la vida.
Encontrar un espíritu de paz puede ser retador, pues vivimos en un mundo que no esta precisamente diseñado para encontrarlo en cada esquina, pero es cuando te haces pequeño cuando todo toma mayor claridad. Cuando lo pequeño se engrandece, cuando las oraciones se escuchan más, cuando haces un huequito especial para que aquel que nace esta navidad tenga un lugar digno para llegar.
Erase una vez una mujer que recordó cuando era niña, y fue cuando más grande se hizo pues todo lo pequeño cobro la importancia y cada cosa volvió a su lugar.