El príncipe que salvó a la princesa

¿Cuántas veces dejamos nuestra felicidad en manos de alguien más?

Esta realidad que desdibujamos y tratamos de cubrir con velos, para que se pueda entrever lo que nos duele. Este amor que calla, que nos silencia y que nos agujera poco a poco la esperanza y el alma. Este amor que crece hacia fuera y por dentro sólo deja cada día más un pantano de desesperanza. Esta telaraña mental que se teje de dudas, de silencios, de abrazos no dados, de besos asfixiados. Estos plazos que nos ponemos mentalmente para pasar el día, o la semana, o el año, o la vida. Estas lágrimas puestas en la luna y en la privacidad de la regadera, que muchas veces parece ser el único refugio seguro para poder realmente disimular las lágrimas con el agua que corre, y que limpias por fuera y por dentro a la vez.

La respuesta efímera de poner la responsabilidad afuera, en que alguien más te vea, que alguien más te quiera, que el “príncipe azul" llegue en su blanco corcel y reconozca a su princesa atrapada en la torre más alta rodeada de su propia tormenta interior. Desgraciadamente este rescate romántico es un cuento de niños, una fantasía y nada más. Le robo a Daniel Habif su atinada analogía: “El príncipe que salva a su princesa, se llama amor propio”. Y el amor propio debe ser tan guapo y fuerte como nos imaginamos aquella idea utópica que desde niñas nos impusieron; poco realista. El amor propio, sin duda, debe ser valiente y entrenar contra el fuego de los dragones que lo amenazan. Debe tener un corazón de oro, tener una espada que destruya cualquier daño, una voz grave para decir basta, y ser aventurero para conquistar cada día más. Que la cobardía no sea parte de su vocabulario. Hábil para quitarse a los enemigos. Y que lo último que lo paralice sea el miedo.

Porque sí, amar es de valientes. Pero amarse a sí mismo requiere de más que sólo valentía. Requiere de una lucha constante, de un diálogo mental que parece no apagarse jamás. Es sentirse capaz, útil, productiva. Es volver a creer en ti, aunque ya nadie más lo haga.

El amor viene en muchas formas que no necesariamente son flores. Es aprender a no esperar a que el amor venga en un puñado de rosas rojas personificadas con tarjeta y algún mensaje pre escrito por la florería.

Es saber que no necesitas deshojar margaritas para este juego donde me quiere o no me quiere es la respuesta. Nadie te puede querer, si tu no te quieres primero. Es encontrar señales e interpretarlas que son para ti.

La respuesta está en el reflejo que difícilmente reconocemos en el espejo y que cada día nos cuesta más sostener la mirada, parece ser más complicado el desafío de amarnos de verdad. La respuesta también está en tener creatividad para conocerte y conquistarte. De ponerte tu vestido favorito, de no postear y disfrutar, de rodearte de gente luminosa, de hacer historia con tu presencia y no con tus stories. De dejarte amar, de aprender a recibir un cumplido, un regalo, una oportunidad. De saber desaprender que incluso es más duro que aprender, de llenarse de poesía, arte, velas y conversaciones que nutren.

En ti vive ese príncipe azul con el que sueñas cada luna y que esperas ver llegar con cada sol. Sí existe, y vive en ti.

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